
+1 (504) 874-7117


El día estaba señalado en el almanaque de nuestras vidas y como tren descarrilado, se aproximaba a destino con una velocidad descomunal y sin que nadie lo pudiera atrancar. Te fuiste a la universidad empezando tu vida independiente, cargando dos maletas gigantes de ropa, un bolso inmenso de más vestimentas y una mochila llena de consejos.
Siento una mezcla de misión cumplida con languidez por mi pérdida. Es una ironía que en esta época de mi vida en la que el cerebro a veces semeja un ropero de cajones vacíos donde las palabras, los nombres y sinónimos me evaden, me haya decidido a escribir sobre los años que pasaste junto a mi, aunque los pasaste junto al resto de tus amigos y de tu familia también. Pretendo revelar lo que a mi me representa tu vida y tu partida, así como sucede en el tablero de ajedrez cuando cambia el juego al entregar una pieza indispensable.
No se si podré ir marcha atrás o si podré ordenar mis pensamientos para que otros pueden experimentar lo que significas para mi, hijo querido. De a ratos veo una película vívida y mi mente se detiene como en ciertas fotos congeladas en mi memoria, me río sola o a veces me corren lágrimas marcando tristes y salados surcos en mi cara. Lo que pensarán los transeúntes o los otros conductores al pasar a mi lado y contemplarme en pleno caótico remolino de emociones. No me importa hacer el ridículo, lo he hecho tantas veces que hacerlo por vos una vez más me resulta natural.
Algunos escritores dicen que los personajes de sus novelas les hablan, cobran vida propia. Mi personaje es real, me habla todas las noches por teléfono y hasta me escribe emails por la computadora, ese misterio cibernético que a pesar de haber estudiado tantos años computación, me cuesta comprender.
Mi héroe no tiene nada de distinción, no es un príncipe, ni un amante incestuoso tampoco un asesino ni un gran político pero para mi es el karma de mi vida, la pasión por la que me levanto todas las mañanas y desde el día de tu engendro, el motivo por el que vivo.
Todavía no estoy segura si podré interesar a alguien con nuestras aventuras pero al menos tendremos algo para mostrarle a tus hijos que seguro serán idolatrados de la misma manera. Según creo el gen de amar a los críos de este modo nos viene de familia y con cada generación se agudiza. Algún día se verá bajo el microscopio el átomo del amor y el electrón de la maternidad se mirará tan pesado que el pobre átomo se observará ladeado, ebrio de amor, sin poder enderezarse.
Siento como si una soga invisible uniera nuestros dos corazones y en este, el momento de tu partida, la cuerda se estira y se tuerce pero no se quiebra.
No recuerdo el momento preciso del engendro pero antes de tu concepción perdí un embarazo de tres meses. Toda la familia aconsejaba y decía que era muy frecuente que eso ocurriera. Hasta entonces yo creía que desdichas o infortunios le ocurrían a otras personas, a las que yo no conocía directamente o a aquellas que aparecían en las novelas o en periódicos y revistas. Pero comprobé en esa ocasión que todos somos un blanco y de vez en cuando la flecha nos pega en el centro. Durante esos tres meses me dio por comer tomate hasta ponerme roja, pensaba en términos de tomates: rojos, verdes, en jugos, ensaladas o simplemente al natural. Si no tenía uno a mi alcance me desesperaba al punto de que Sergio corría al supermercado a cualquier hora de la madrugada a conseguir tomates. Más tarde para evitar estas excursiones nocturnas y para casos de emergencia, nos aprovisionamos de latas y tomates secos.
Todavía no he sabido porqué para poder encargar nuevamente los médicos me hicieron esperar seis meses. Sospecho que la telaraña del destino ya se había tejido, que la fortuna había ya echado a rodar sus ruedas caprichosas y que te debía esperar, agudizando así todos mis anhelos de madre.
Había aguardado el momento de ser mamá por cinco años. Mis padres pensaban que si no teníamos bebé seguramente era porque no podíamos, si no a quién en su sano juicio se le ocurriría esperar esa eternidad (mas bien tenían la seguridad de que el culpable de la falta de fecundación era tu papá).
En los almuerzos familiares de los sábados nos miraban con pena y tal era su preocupación que no atinaban a mencionar el tema.
Dos años de casados transcurrieron en nuestra patria y luego surgió la oportunidad de perfeccionarnos en Estados Unidos. No quisimos irnos del país con un hijo a cuestas y sin saber bien cómo nos íbamos a defender. Postergamos así nuestros instintos, hicimos maletas y nos fuimos. Pobres tus abuelos, ahora me doy cuenta el tirón de tripas que sintieron cuando su hija se despidió en el aeropuerto sin saber con certeza cuando la volverían a ver. No imaginaron jamás que regresaríamos al país diez años después y sólo de visita, si no la sacudida hubiera sido fatal. Todavía los veo ya chiquitos por la distancia, con una lágrima gigante cayendo de los ojos de tu abuela.
Hoy te veo hecho un hombre, con tu novia de la mano, tal vez repitiendo un poco aquella escena melancólica en el aeropuerto cuando me despedí de tus abuelos. Los dioses que gobernaban mi destino poseían cierto sentido irónico que demostraron al hacerme sufrir en carne propia el desgarro de una partida como aquella que veintitantos años atrás soportaron mis viejos. No se pudo burlar a la suerte.
Estás un poco incómodo pensando cómo te vas a despedir de tu amiga enfrente nuestro. Mi corazón está encogido, siento un nudo en la garganta y la lágrimas me nublan la vista. Mis ojos vidriosos alcanzan a percibir tu entusiasmo mezclado con inquietud y juro no sucumbir al llanto.
Por altoparlante anuncian el vuelo, te abrazo tratando de congelar el instante, te beso convenciéndome de que estarás sólo en Boston, a un vuelo de avión pero sé que los cuatro mosqueteros que formábamos hasta ahora ya no volverán a serlo y un torrente de lágrimas me borra las facciones. Qué maraña de sentimientos!, no sé cómo ocultarlos y así me alejo de tu abrazo para que no notes que en este estrujón dejo mi esencia.
Vendrás de visita, tus olores, tus risas y ocurrencias formarán parte de los otros feriados: Navidad, Pascuas,.....Regreso fugaz de Esti. Te fuiste!!. Nunca supe donde empezabas vos y donde terminaba yo y cuando hoy te marchaste no me estuvo claro que parte mía quedó.
Como todavía no nos habíamos instalado definitivamente y no nos alcanzaba el sueldo para llegar a fin de mes, consideramos prudente seguir postergando la concepción. Seguías esperando el momento propicio para hacer tu entrada triunfal. Cuando por fin fijamos lugar de residencia y habíamos viajado por buena parte del mundo, (tal vez por eso no nos alcanzaba ni para comer) decidimos embarcarnos en ese viaje sin fin, en el crucero de aguas tumultuosas, en dar vida y atesorarla.
Ya para entonces te tenía pensado pero como expliqué anteriormente ese embarazo no resultó. El nombre que tenía seleccionado para mi primer bebé no quise ponértelo, después de todo, eras otro. Investigamos miles y miles de nombres y cuanto más me gustaba uno, menos armonizaba con tamaño apellido. Hubiera sido mejor buscar otro apellido más fácil y así ponerlo junto al primer nombre que más me gustaba. La ley no lo permitió y elegimos Esteban. No logro dilucidar hasta el dia de hoy la fuerza que nos hizo hacer la elección. No era el nombre que mas nos gustaba ni el que mejor armonizaba con tan extenso apellido, pero una fibra melodiosa, hilada en las estrellas proclamaba la union.
Tu abuelo materno, Rubi, habló por teléfono a la habitación del hospital desde otro continente y después de las usuales formalidades de felicitaciones y del cómo te sentís, me preguntó porqué había elegido Esteban. Despues de meditar por unos segundos (la comunicación internacional no permitía mucho debate) no supe qué responder, “¿y porqué no?” fue la singular y sagaz respuesta que atiné a retornar.
Estuve segura de que habíamos encontrado el nombre correcto el momento preciso en que asomaste a este mundo tu cabecita de pelos negros, mojados y parados. Parecías un indio al que le habían pasado una corriente eléctrica por su cuerpo.
Fue amor a primera vista, nos miramos sin vernos porque ya nos conocíamos aunque por las dudas me aseguré de que no te faltara nada. Conté los dedos, como después supe que hacen todas las demás madres y en ese torbellino de sensaciones nuevas y órdenes de las enfermeras y del médico, me pareció que sólo conté nueve dedos del pie. Vino la asistente a llevarte para asearte y ponerte gotas en los ojos pero yo grité como una fiera, vi rojo y vociferé que no había terminado mi inspección. Asustados por tal conmoción te devolvieron a mi regazo y el nuevo recuento dio correcto, eran diez!!. Estuvimos sólo una noche en el hospital (creo que la verdadera razón era porque ya no me aguantaban más), no dejaba que te llevaran con los otros recién nacidos, te quería a mi lado constantemente, te observaba convencida de que ya te conocía, que nos habíamos encontrado en otros tiempos en algún lugar remoto. Conté tus arrugas y me las aprendí de memoria de modo de que si alguien osaba cambiarte por otro podía numerarlas y reconocerte al instante. Noté tus amplias espaldas, tu piel cobriza como la mía y tus ojos almendrados, de pestañas como escobas de cabellos negros. Tus ojos permanecieron cerrados por varios días pero cuando por fin los abriste clavaste el color ámbar de tu mirada con los míos. Cuando esos ojos me descubrían, evocaban en mí una lago de miel tibia. Quién sabe qué líquidos maléficos te echaron pero te resististe a ver este mundo por una semana, total, habrás pensado, si los abro tal vez me encuentro con aquella gritona que me separó todos los dedos. Desde aquel dia en que abriste tus ojos, esos luceros buscaron sólo los mios, viraban como un compás siempre tornando a su norte. Este magnetismo que excluía al resto del mundo nos duró nueve meses. Tu papá confesó sentir ciento abandono porque la magnitud de nuestra compenetración lo aislaba, decía que parecía mendigo, ávido de cualquier miserable muestra de cariño o atención que decidiéramos arrojarle.
Habíamos debatido intensamente la posibilidad de hacerte la circuncisión pero al verte tan completo y tan tranquilo me pareció una herejía más que una tradición el que te cortaran cualquier cosa.
Tu padre llegó a la mañana siguiente de tu nacimiento con un batallón de equipo fotográfico, filmadoras, rollos de fotos y películas. Traía puesta su nueva sonrisa, vestía un flamante gesto y en la mano cargaba un ramo de ternura.
El embarazo no fue tan memorable. Como en la gestación anterior me había dado por consumir tomate mañana, tarde y noche esta vez no quise ni divisarlo a menos de cien metros de distancia y ni pintado de violeta. No me dieron antojos ni vómitos y no me engordé como un sapo aunque me sentía como una ballena en tierra firme, torpe y despaciosa. Mis ropas de maternidad eran un arcoiris de colores y un smorgasbord de sabores pues un poco de todo lo que comía se me caía encima de la panza.
Tu abuelo paterno, Moisés, juraba de que yo tenía tuberculosis porque me había dado una alergia tremenda que me hacía toser por horas. Habían noches que dormía sentada o mejor dicho tosía sentada hasta que parecía que las entrañas se me iban a salir por la boca.
Como tenía una certeza irracional de que eras hombre, compré toda la ropa celeste y pinté tu cuarto de ese mismo color. Mi madre con su sabiduría innata me trataba de convencer de que algo verdecito no quedaría mal pero no quise saber de nada, era varón y basta!!.
Cuando tenía siete meses de embarazo fuimos a escuchar a un conjunto de jazz y bailaste toda la noche en tu medio acuoso, te moviste tanto que pensé que de allí me trasladarían directo al hospital. Aprendí en esa noche trasnochada que no habrían melodías que aplacaran tu energía.
El círculo de amigos que marcó tu desarrollo comenzó a formarse unos días antes de tu aparición. En una fiesta temprana de Navidad, ocho días previos a tu nacimiento, conocí a María Consuelo y a Fred, los que serían nuestros grandes amigos hasta el día de hoy. Según palabras de mi querida MaCon, yo bailaba como una castañuela haciendo caso omiso al bombo que cargaba y de vez en cuando perdía el centro de gravedad y como pelota rotando en un dedo, giraba hasta balancearme. Ella sentada me observaba conteniendo el aliento cada vez que yo amenazaba con dar una vuelta con ademán de bailarina de flamenco. Mientras me observaba, se juraba a si misma que seríamos amigas. No se equivocó aunque pasaron nueve meses hasta que nos volvimos a encontrar y desde entonces no nos hemos alejado.
Desde hace años que María Con y yo hacemos ejercicio juntas, caminamos unas tres millas diarias junto al lago. Esta rutina nos ha servido más que nada para compartir la cadena de acontecimientos diarios y para ver desde otro ángulo situaciones que uno cree tienen un único desenlace o un sólo punto de vista. Estas intensas caminatas han contribuido en parte a tu educación y a conservar mi sano juicio. Muchas veces María Consuelo me llama para arreglar el horario del encuentro y me dice que necesita caminar, no aludiendo a la urgencia del ejercicio si no a nuestra efectiva terapia verbal. Otras veces partimos caminando y consolándonos mutuamente sobre alguna pasada que nos da la vida.
Con los años los temas han variado sideralmente, desde la lucha con la comida y la mojada nocturna de cama que atormentaba a sus niños, con el comportamiento llorón tuyo cuando estabas fuera de tu casa, hasta la época de noviazgos, manejo de automóviles, el tomar y fumar y más recientemente el tema tan conmocionante de tu partida a la universidad.
María Consuelo y yo somos muy diferentes, venimos de tierras distintas, religiones opuestas y familias desiguales, eso hace que con el respeto a nuestros respectivos juicios el cambio de ideas sea tan atrayente y diverso. Fred siempre ha sido una figura trascendental en tu vida. De ascendencia austríaca, es un hombre tierno y honrado, un amigo de aquellos que una vez que se hacen nunca se pierden y nunca te abandonan. Vive cubierto por un traje áspero y severo que no arropa con destreza su cálido interior. Vos siempre percibiste su oculto cariño y cuando querías desairar a tu padre le decías:- “yo al tío Ped le hago caso, a vos no-”. Esta pareja a los que apelás tíos constituyó uno de los pilares de tu crianza ya que tu familia sanguínea vivía en un país lejano. A partir de nuestras dos parejas, poco a poco se fueron agregando como eslabones de una cadena otras amigas y amigos que complementaron el collar que decoró nuestra existencia.
Tu padre y yo fuimos a clases de parto sin dolor (sin dolor sólo para aquellas que no darían a luz) o sin temor (sólo para las muy corajudas) pero cuando llegó el momento de aplicar todo lo que allí había aprendido, de una sola contracción olvidé hasta los más mínimos detalles. Comencé a jadear con el primer dolor y sólo acabé cuando ocho horas más tarde el médico me avisó que ya no era necesario, que respirara normalmente pues ya habías nacido.
A pesar de todas las enseñanzas respecto al uso de drogas durante el parto y de mi convencimiento de que no usaría ninguna para no perjudicarte, a la hora de la verdad las pedía a gritos pero nadie me hacía caso. El médico me manifestó con una calma helada que ya era tarde para eso, que ahora todo dependía de mí. El estaba muy tranquilo, la que sentía que le desgarraban el vientre era yo. Le supliqué que me diera algo que aplacara el terrible dolor, que se olvidara de que había echo el curso, que en realidad no me había gustado y que no había aprendido nada. Mientras le gritaba todo esto lo quise sujetar de la corbata pero el dolor pudo más que yo. Lo que recuerdo vagamente de ese momento es que me llevaban en una camilla con ruedas a través de pasillos largos y fríos mientras yo miraba las luces del techo pasar en reversa. En menos de quince minutos me encontré en la sala de partos trabajando como fiera. Una vez allí, me pasaron de una camilla a otra igual, nunca supe porqué. A la altura de mis pies y por arriba de la cabeza del especialista, colgaba un espejo chismoso que pronto sería testigo de tu arribo. Observé cuando por fin, después de jadeos y pujos, una explosión de aguas turbias te trajo en torrente a este mundo. Mientras nadabas por el canal de la vida, por el espejo te vi asomar, un sonido al del champagna recién descorchado te escoltó. Más tarde supe que no fue el estallido de celebración que imaginé si no que cuando exhibiste tu cabeza se me rompió el coxis. Pagaría con tres meses de arrastrar conmigo una humillante rueda de goma que usaría cada eventualidad que obligara apoyar mi trasero.
Cuando te pusieron sobre mi panza, ahora un poco menos inflada, semejabas un puñado de amor resbaloso, eras un pedazo de cielo caído en el instante preciso.
Nunca mas volvería a sentir como en ese instante, la sensación de júbilo absoluto, de estallido de entrañas y corazón estrujado. En ese soplo de tiempo las cortinas que cubren y resguardan la luz del futuro se corrieron para dejar pasar un relámpago y por fin alcancé a vislumbrar el propósito de mi existencia.
El doctor anunció que todavía quedaba un asunto por resolver; debía coser los cinco pedazos de carnes de mi vagina que habían quedado desgarrados con tu nacimiento. Me ofreció ver la operación por el mismo espejo que divulgó tu llegada pero me negué rotundamente alegando, desquiciada, que eso no era agradable.
Muchas semanas más tarde y al no poder siquiera sentarme del dolor, me presenté en la sala del médico protestando que algo no había quedado zurcido como Dios manda. El galeno me revisó y aseguró que todo estaba en orden pero que debí haberlo consultado antes para que me despojara de los puntos. “¿Me quiere decir, doctor, que todo este tiempo que estuve penando, con graves reflexiones suicidas, lo podía haber evitado, que usted debía cortar los puntos y que nadie me avisó?”. Como Atena, armada de mil venganzas y lista para pelear, pensé seriamente en una treta veloz: en sacarle las entrañas y meterle mis dedos en sus ojos hasta que lo escuchara gritar de dolor. Luego reflexioné y decidí que mejor primero me quitaba los benditos puntos y que luego vería. Apenas cortó los hilos que sujetaban mi mal genio me sentí aliviada capaz de conmutar el peor agravio y le perdoné la vida. El obstetra seguro quedó pensando que tal vez existía en mi historia familiar algún antecedente criminal que nadie se dignó a investigar.
Dicen que las madres olvidamos esos dolores porque si no, no tendríamos otros hijos pero han pasado veinte años y al cerrar los ojos puedo revivir esos momentos con bastante claridad. Creo que tenemos más de un vástago no por falta de memoria si no por ese optimismo del que estamos dotadas para poder sobrevivir la maternidad y la crianza de los hijos con humor. Tenemos esperanzas de que la próxima vez nos vaya mucho mejor. Algunas mujeres, sin embargo, con excelente memoria y por más maravillosa que les haya resultado la experiencia, deciden que una les fue suficiente.
El galeno entró al cuarto para vernos y desearte suerte ya que tendrías que soportar toda tu vida a esa madre neurasténica que casi lo ahorca. En la cita de despedida afirmé rotundamente que serías hijo único, me miró y con su mirada sardónica me reveló su receta:- “Señora, los hijos son como las papas fritas, no se puede comer una sola”. Ante contundente declaración decidí que a lo mejor, algún remoto día, tendría otro antojo de papa frita.
Nos fuimos del hospital, yo gorda como plaza de toros [FS1](de mi querida amiga Emilia) y lenta como velero sin viento, como si no hubiera parido. Partimos eufóricos, prendados uno del otro, vos y yo. Formábamos un par insólito, yo con un vestido floreado tipo cortina de hotel todavía estilo embarazo para cubrir los kilos demás y vos, con un atuendo turquesa con gorro de Coya. A quién se le había ocurrido ese atavío, no recuerdo, pero parecíamos salidos de un manicomio o de un cuento surrealista.
Estoy seguro de que sos hijo mío, pues antes de salir del hospital verificaron que en tu brazalete y el mío coincidieran los nombres. En cada piso nos paraban y volvían a examinar las muñequeras, después de tanta inspección estoy segura de que sos mío!!. Si el sistema de la pulsera de identificación les hubiera fallado hay que recordar que me había aprendido de memoria cada pliegue de tu piel y hasta por el olfato te hubiese reclamado.
El sol te recibió brillante, resplandeciente, un nueve de diciembre de mil novecientos setenta y nueve.
Llegamos a casa sin saber muy bien qué hacer. Yo me sentía única, plena, aunque más tarde descubrí que casi todas las madres se sienten igual.
El abuelo Rubi vino a visitarte cuando ya tenías diez días de haber nacido, te tomó en brazos y dirigió su mirada inquisitiva desde la punta de tus dedos del pie hasta los pelos electrificados de tu negra melena. Te medía y pesaba como a un jamón y finalmente fijó sus ojos en tu rostro y exclamó:- “Que lin..., qué oscuro!!!”. Tu abuela Ruti casi lo perfora con su mirada de dardo filoso y muy diplomáticamente anunció:- “Rubi, vos ya te olvidaste cómo eran los nuestros!! (mis hermanos, irónicamente, son rubios de ojos celestes), aparte todos los recién nacidos se ven iguales”, agregó para afianzar su teoría. Iguales?, esa fue la palabra que echó gasolina al fuego y ambos fueron expulsados al patio a discutir la generalización de su nieto.
La idea de que eras oscuro no fue original de tus abuelos Ruti y Rubi. Tu papá te sacaba fotos como si fueras artista de cine. Cualquier cambio facial era motivo de un retrato: una sonrisa de medio lado, una de tres cuartos, otra completa, un bostezo, el abrir de un ojo, el abrir del otro, en fin, era tal la secuencia que parecía una película y no fotografías individuales. Los movimientos también eran registrados de la misma forma: estirada de brazo, chupada de dedo, dedo en ojo, dedo en pie, pie en alto y pie en bajo. Enviaba fotos a tus abuelos paternos y cuando en los llamados telefónicos agradecían el tremendo paquete fotográfico, Dorita, tu abuela paterna, preguntaba siempre si durante nuestra estadía en el hospital el niño había dormido conmigo o con los otros bebés. La interrogación resultaba fuera de contexto pero bueno, uno no sabe cómo afecta un nacimiento a los demás así que a pesar de lo curioso de la pregunta no se me ocurrió jamás cuestionar el fundamento. Más tarde aprendí que al verte tan oscuro en las fotos (que por cierto no mentían) pensaban que te habían cambiado por otro al nacer!!. Si hubiesen sabido el cuento de los brazaletes o de la memorización de arrugas se hubieran ahorrado la angustia y la inédita pesquisa.
No llorabas mucho pero tampoco hacías muchas gracias. No era tan fácil vestirte como me había resultado vestir a mis muñecas cuando era niña, se nos pegoteaban las cintas engomadas de los pañales descartables que bien hacían honor a su nombre; descartábamos uno tras otro. Jurábamos que venían fallados de fábrica. Tu padre cambió el primer pañal y al demorarse por falta de práctica, le dirigiste un chorro de orina que le dio directo en el ojo. Allí hubiera acabado su colaboración si yo no lo hubiese convencido de que esa era la manera en que lo habías bendecido y que además por el olor te reconocería como su padre (no se le ocurrió que esa noche debería bañarse).
Tu pieza celeste estaba llena de muñecos de peluche, protegida por duendes de algodón y alumbrada por luciérnagas brillantes. Tu cuna se veía gigante y cuando allí te recostábamos parecías un náufrago en un mar de sábanas blancas.
Tu abuela Ruti nos acompañó por dos meses y de ella aprendimos muchas cosas entre ellas a preocuparnos por cualquier ruidito o mueca que hacías. La pobre no podía contener su susto por las enfermedades que la persigue hasta el día de hoy y nos tenía en ascuas hasta por un estornudo.
Los primeros meses como casi todos los recién nacidos, llorabas a las doce, a las cuatro o cinco y finalmente te despertabas a las siete para comenzar el día. Tu papá tiene un sueño pesado y no escuchaba (o se hacía el sordo) tus llantos de madrugada. No importó mucho pues con cada quejido que emitías se ligaba una zamarreada mía para que se despertara y cumpliera sus funciones de padre. Pasó meses como zombi, de la cama a la cuna, de la cuna a la cocina a calentar mamadera y por fin, después de alimentarte, nuevamente a su catre. En los tres meses que te amamamanté se ahorró un paso, el de la calentada de mamaderas. En la mañana cuando se despertaba para ir al trabajo me decía:- “qué mocoso más organizado, no molestó ni una sóla vez durante la noche!!”. El pobre andaba en piloto automático y ni se percataba que había pasado la bendita noche de cama a cuna y viceversa cada dos o tres horas.
La primer noche lloraste bastante, creo que toda la noche, no recuerdo bien, sólo sé que tu padre te traía para que te amamantara cada dos horas y te demorabas dos horas en amamantarte con lo que calculo que no bien te apoyaba de vuelta en tu cuna ya era hora de que te trajera nuevamente a mis brazos. La segunda noche intentaste repetir la escena pero mi inteligente marido llamó al pediatra y le explicó nuestro agotamiento, a lo que el galeno respondió con una sarcástica pero sabia pregunta:- “¿ustedes no conocen el chupete?”. No era una pregunta académica pero si definitivamente esclarecedora. Qué invento más extraordinario, santo remedio, duraste tres años con ese cachivache de goma pegado a tu boca sin desprenderte un sólo instante de esa resina con forma de pezón adjunta a un plato de plástico duro. Cuando se te caía el artefacto se te veía una marca circular, roja, que subrayaba tu boca y era comparable a un defecto aberrante de nacimiento. Lógicamente cuando quisimos quitártelo estabas tan apegado a ese chupete podrido, más mamado que chupo de orfanato (de María Con), que hubo que recurrir a técnicas especiales para que lo abandonaras. Ya me referiré a este incidente más adelante pues todavía me quedan ciertas anécdotas por contar de tus primeros años.
Los abuelos estuvieron con nosotros un tiempo y cuando llegó el día del hasta pronto acordamos salir a cenar, tu primera infructuosa excursión nocturna. Elegimos erróneamente un restaurante con nombre francés, oscuro, fino, caro y de poco humor. Cuando nos vieron llegar con un circo ambulante de cuna portátil, bolso repleto de mamaderas y chupetes, mantón para el frío del aire acondicionado y mi salvavidas de goma, la cara se les puso como papel de arroz, blanca y transparente. Su cortesía francesa no se hubiera afectado con ese despliegue extraterrestre si desde el momento en que llegamos no se te hubiese ocurrido llorar a moco tendido y oler a putrefacción. Me pasé toda la cena en el toilette para evitar la mirada asesina de los otros comensales, meciéndote, caminándote y tratando de convencerte inútilmente de la elegancia del comedor. Au revoir, una despedida inolvidable!!.
Tu entusiasmo por el cine comenzó a la tierna edad de tres meses. Está claro que no fue por elección propia y que más bien la necesidad hizo que te iniciáramos tan tierno.
Cuando salíamos no queríamos dejarte con nadie, nos parecía que separarnos aunque fuera por un par de horas se tornaría en una eternidad si medíamos el tiempo en miedo. Te llevamos a la última función de la noche acompañado de tres mamaderas de leche y un cargamento de chupetes, no fuera que se perdieran en la oscuridad y tuviéramos que rescatarlos del piso pegajoso. Envuelto en una colcha te acosté horizontal a mi como acunándote, con el biberón ya enganchado antes del comienzo del espectáculo (por lo menos así nos asegurábamos de que te encajábamos el chupo en la boca y no en un ojo).
Se apagaron las luces, se encendió la pantalla y tu primera reacción fue acomodar tu cabeza esquivando al espectador sentado adelante tuyo expresando así tu deseo de observar la película. No pegaste un ojo durante todo el filme pero tampoco lloraste (tenías la boca a reventar de leche). Pasaste dos horas cuarenta moviendo tu cabeza de lado a lado duplicando el movimiento opuesto al gigante que te obstruía. Tu fascinación por el cine quedó estampada a partir de esa función.
Cuando aprendiste a sentarte solo y canjeaste las mamaderas de leche por Coca Cola y palomitas de maíz, desde que se apagaba la luz y con cada propaganda y cada colilla hacías la misma pregunta:- “es esta la película de verdad?”. Por fin después de quince minutos de sufrir el monótono interrogatorio cuando comenzaba el filme cerrabas la boca y sólo la abrías para engullir pochoclo.
Ahora recuerdo que en tus primeros meses de vida también me dio una desesperación incontenible por escribir. Parece que las emociones fuertes o los escalones más marcados de mi existencia me llenan de sentimientos que si no los escribo explotan y luego se pierden con el tiempo o los transformo en letras para que no se olviden.
Estoy buscando en un destartalado baúl, enmarcado de tachuelas de bronce y dilapidado por el desgaste, aquellas emociones de hace diecisiete años. Por poco mato de olvido a estas catorce páginas escritas a mano y sujetas con un ganchito, adonde figura la historia de tus primeros meses de vida. Hurgué en un ropero perdido pero igualmente repleto, saqué una máquina de escribir que nunca usé, papeles ya amarillos de antigüedad con manchas de café, una silla rota y dos lámparas quién sabe de que generación. Al fondo del baúl, adentro de un cuaderno de escuela, un conjunto insignificante de hojas sueltas me observaban estupefactas al ver la luz después de tanto tiempo. El título me resultó apropiado, al menos entonces tenía uno, “La historia de tu vida”. Claro que esa historia sólo duró un par de meses cuando tuve que elegir entre escribir o ocuparme de la casa, de vos y del trabajo. No hubo concurso alguno ya que sin pensar decidí que vos me llenabas la vida, lo otro era simple decoración. Nunca supe que aquellas palabras serían releídas y continuadas diecisiete años más tarde. Cuántos detalles había enterrado!!.
He descubierto que la vida se nos pasa tan rápido porque sólo nos recordamos de ciertos momentos, cortos, no de detalles de cada día; por lo tanto el tiempo se reduce a aquel que hacemos memoria (en mi caso, cada vez más reducido). En mis páginas escribo que nos reíamos contagiosamente, vos empezabas, yo seguía y así continuábamos por largo rato hasta que alguno de los dos quedaba vencido, cansado de tanta felicidad. Cuento que tu piel olía a canela, aunque yo sólo recuerdo el olor a talco y a esa crema que te echábamos para que no te pasparas. Tus manos regordetas hacían un pliegue en la muñeca como pulsera dibujada y me daban un trabajo de cien oficios. Esas manos de artista que garabateaban las paredes y con suerte algunos papeles, manos de plomero que abrían y cerraban canillas inundando tinas, manos de escritor mutilante de revistas y libros, manos de cocinero empolvadas de harina que sigilosamente desordenaban estanterías de ollas y sartenes, manos de baterista que con cucharas aturdían las quietas tardes que pasábamos juntos, de ingeniero que manoseaban todos los botones del tocadiscos y de la televisión y aquellas de trapecista colgado de los cordones de las cortinas. Las más temidas eran las manos de electricista que apagaban y encendían sin cesar las llaves de luz y condenaban al horno a vivir despierto.
La hora del baño era sagrada, un rito majestuoso para el que siempre estabas listo. Tu abuelo Rubi se jactaba de haber bañado no sólo a sus hijos si no de tener también experiencia con sobrinos y otros nietos pero pronto se llevaría una gran sorpresa al intentarlo con vos. Se encerraron en el baño, ambos listos para la hazaña. Se escuchaban risotadas, salpicones de agua y mi padre diciendo “no!”, en voz cada vez más elevada. Después de pocos minutos salió el viejo empapado de arriba a abajo, con jabón en los ojos, una esponja chorreando en una mano y una ballena plástica en la otra. Parecía un soldado que había perdido una batalla naval en Venecia. El pobre se rendía, tantos años de experiencia tirados por la borda, era tiempo de una nueva estrategia. A ciencia cierta nunca sabíamos cómo iba a resultar el evento, unas veces jugabas tranquilo con una profusión de tapas, frascos vacíos (o llenos si me distraía) y muñecos pero otras eras un huracán y el agua rebalsaba cubriendo todo el baño como una ola Tsunami.
Tu palabra preferida era “empapado”, no se bien si te hacia gracia la forma en la que la decíamos o si entendías el significado y te burlabas. Sin duda alguna el jabón era lo que más te atraía, se te resbalaba entre tus piernas y cuando parecía que ya lo ibas a acorralar, otra vez se deslizaba airoso y triunfante hacia otros rumbos. Un buen día me distraje menos de dos segundos buscando una toalla y cuando me di vuelta para sacarte de la bañera habías finalmente vencido al jabón, lo habías aprisionado entre tus manos y le habías pegado un buen mordiscón.
Envuelto en la toalla, esa amarilla, llena de patos aplicados, con el pelo revuelto y el cuerpo desnudo, oliendo a jabón hasta en la boca, te ponía para terminar de secarte sobre la mesada del baño frente al espejo. Te reías al verte, tal vez te sabías irresistible o acaso te obsrvabas como un ángel regordete como los que pintó Michelángelo en la Capilla Sistina.
En una ocasión te descubrí abrazándote a vos mismo y besando el espejo que para entonces era una mica húmeda, empañada, llena de aliento infantil.
Después del baño corrías a la cocina porque conocías al dedillo la rutina y ahora te tocaba la cena. Nunca se nos ocurrió invertir el orden de estas dos funciones y por ende acababas nuevamente sucio y oliendo a carne, arvejas o banana, según el menú del día.
Con un dedo acusador señalabas lo que querías cenar y si por casualidad apuntabas al espacio entre dos objetos y no lográbamos saber exactamente lo que querías, te levantabas y lo buscabas vos mismo. Cómo cambiaste con el tiempo!, esta cualidad se te atrofió a medida que pasaron los años y mandabas a tu hermano como chico de los mandados o con un grito me pedías que te alcanzara un par de medias o el teléfono portátil.
Sentado en tu silla de comer y entre bocado y bocado seguías, como una esponja, absorbiendo información, con ese dedo índice, principal contribuyente a tu educación, señalabas cada objeto que veías y yo te iba diciendo los nombres correspondientes. Cuando terminabas de recorrer todos los rincones de la cocina, incansable, repetías la función mientras zanahorias y zapallos volaban haciendo volteretas y cucharas como aviones aterrizaban en el hangar de tu boca abierta. Esta era sin ninguna duda una de las horas claves del día, llena de inventos, preguntas y búsquedas, de investigación y de rabia cuando te daba remolachas.
Tenías un muñeco al que colgábamos de la lámpara de la cocina ahorcado de una cuerda como si hubiera cometido algún pecado. Al principio le conversabas y luego parecía un provocación más que una plática. A medida que avanzaba la cena, más acalorado parecía tu desafío. Cuando llegaba la hora de los postres debíamos descolgar al pobre condenado, sacándolo de su suplicio o si no le procurabas un escupitajo de lo que estuvieras saboreando.
Casi todo te gustaba y en eso no cambiaste mucho a través de los años. Mientras las otras madres se preocupaban porque sus hijos se alimentaban siempre de lo mismo o no comían suficiente, yo gozaba de paz en esta materia, eras hijo de tu papá hasta la médula (come de todo y en cantidad, no es gourmet).
El hipo que invariablemente seguía a la cena (tal vez por tragar bocanadas de aire entre arvejas y ohs! o entre papas y ahs!) no te perturbaba en lo más mínimo. Nunca he conocido otra persona a la que los espasmos diafragmáticos no le afectaran ni un ápice. Seguías tu interrogatorio y exclamaciones mientras tu cuerpo se estremecía con las sacudidas que te producía el hipo. Con cada espasmo emitías un hip hip (de allí vendrá el nombre de hipo?) digno de un borracho empedernido. Muchas veces apuntabas el dedo indagador para que te diera el nombre de lo que señalabas pero con el estremecimiento el índice temblaba y errabas el objetivo. Finalmente y sin duda porque no le prestabas atención, las contracciones se acababan rápidamente y desaparecían sigilosamente sin alterar la exploración y las preguntas que transcurrían durante la cena.
Un diecisiete de octubre, cuando tenías sólo diez meses y medio, te largaste a caminar. Ya gateabas por toda la casa desde los seis meses y un día, sin mucho preámbulo, te enderezaste y saliste caminando, arrastrarse ya no era decente. Erguido y sonriente, consciente de tu hazaña, eras en aquel momento un gigante asombrado. Con la gracia de un equilibrista de circo, con tu brazos abiertos a los lados y tus piernas todavía tembleques, ponías un paso adelante y antes de perder el equilibrio, apurabas el segundo paso hasta sujetarte de lo primero que encontraras en tu camino. Acompañabas este ritmo de pasos con un “bla bla” o con risotadas, creo que para darte confianza a vos mismo antes de emprender el trayecto.
Nuestra casa tuvo que ser reformada para el nuevo explorador. Los sillones fueron cubiertos por sábanas y los aparatos de música y televisión se elevaron a alturas increíbles para que ni siquiera pudieras alcanzarlos encaramado en una silla pues ya habías dado muestras de esta agilidad. La refrigeradora esgrimía un palo atravesado en la manija y más de una vez ocurrió que cuando estaba hablando por teléfono y quise abrirla para ganar tiempo (había que producir más de una tarea simultánea), la heladera me pegó un tirón, atrayéndome hacia ella como un pulpo de mil tentáculos, pegando mis narices contra algún imán que soberbio sostenía una de tus obras de arte más recientes.
Tu pasatiempo predilecto era treparte al sillón que permanecía vestido de fantasma blanco y desde allí arrojar con fuerza titánica los juguetes. Uno a uno volaban por los aires, la locomotora, el oso, los cubos y como cometas fugaces desaparecían detrás de muebles y cortinas. Ya para entonces no era aconsejable caminar distraídamente por la sala o para el caso por ninguna habitación de la vivienda. Tampoco era prudente recorrer los cuartos sin la iluminación apropiada. En varias ocasiones acabamos de boca en el piso abrazando una pelota multicolor o un conejo con ojos de vidrio, abiertos de susto.
Tu predilección eran las ollas y sartenes a las que sacabas de su encierro produciendo una cacofonía de “clings y clangs”. No sabías o mejor dicho no te colmaba el jugar solo. No te culpo, es mucho más divertido tener audiencia cuando uno realiza alguna fechoría o logra una proeza.
Las escondidas era otro pasatiempo que te atraía. A este entretenimiento jugabas incansablemente mientras yo me rendía mucho antes y agitaba un pañuelo blanco mostrando así el fin del juego.
Los zapatos de toda la familia te llamaban la atención y te causaban cierta ternura. Amacabas meciendo dulcemente las chancletas y hasta les cantabas alguna canción de cuna que me imitabas. Cuando nos faltaba alguna zapatilla sabíamos a quién pedírsela y podíamos asegurar que traerías a cada uno su calzado correspondiente.
También tenías fascinación por la basura, ¿qué maravillas y qué encantos ocultos pensabas hallar en los deshechos?. Te encontraba extasiado revisando religiosamente esa bolsa apestosa, llena de latas vacías, de pañales mugrientos y de otras inmundicias. En ocasiones te descubrí con toda la cabeza adentro del tacho de porquerías y cuando te explicaba qué era lo que contenía esa bolsa negra olorosa te alegrabas como si te hubiera dicho que era un ramo de rosas. Casi siempre contribuías algún desperdicio para colaborar con la basura de la casa pero en otras ocasiones en la que no topabas con algo digno de arrojar, eras capaz de echar al tacho tu mejor juguete. Todos los días antes de deshacernos de las bolsas hediondas debíamos hurgar entre los desperdicios para asegurarnos de que no te habías desprendido de nada valioso.
Un día estabas con tu abuela materna en la puerta de la casa, haciendo tiempo, esperando que yo llegara del trabajo, cuando en eso aparece el camión de los desechos, rugiendo, con ese estertor familiar, recogiendo todas las bolsas de inmundicias que el vecindario había puesto ordenadamente al frente de cada jardín. Cuando el incauto basurero levantó nuestros despojos, gritaste y saliste corriendo detrás de él como si te hubieran profesado la injuria más grave del mundo. Perseguías, desquiciado, al infeliz empleado que no entendía qué te ocurría. Le vociferabas a grito pelado que no se llevara tu basura, que era de tu pertenencia. Mi madre salió detrás tuyo y cuando por fin te alcanzó, se sentó a explicarte con detalle cual era la situación. No pudo convencerte así que nos tocó averiguarnos con exactitud el calendario de recolección de desperdicios y evitar salir a la calle en dicho horario. Esto nos causó uno que otro contratiempo, no aceptábamos ni invitaciones a tomar el té ni asistíamos a espectáculos que coincidieran con la hora maldita.
-- Para Qué Sirven Los Padres, por Esteban Schabelman --